"A vueltas sobre y contra el sufrimiento radical"
El célebre filósofo protestante francés Paul Ricoeur, autor de La simbólica del mal y de otros célebres escritos ético-políticos sobre la justicia, afirmó, cerca ya de su muerte, que había llegado a creer que “la principal cuestión filosófica y teológica de nuestro tiempo no es ya la cuestión del mal radical, sino la cuestión del sufrimiento radical”. Y como muchos teólogos luteranos y católicos de hoy, encuentra la esencial respuesta cristiana al sufrimiento humano en el sufrimiento radical de Jesús de Nazaret: “El Dios-hombre, Jesucristo, sufrió como ser humano y como Dios por pura compasión con nuestro sufrimiento”.
La cuestión viene de lejos: ¿Cuál es el sentido de la existencia humana? ¿Por qué existen el dolor y la muerte? ¿Por qué sufren los justos? ¿Qué hay de Dios o de los dioses en todo esto? Desde la “Epopeya de Gilgamesh”, en Mesopotamia (2600-2500 a.C.), o “El dialogo desesperado con su alma”, en Egipto (2190 y 2040 a.C.), hasta los clásicos trágicos griegos y los libros sapienciales de la Biblia, las mismas preguntas, y muy diversas respuestas.
En el apasionante y apasionada “libro de Job” (s. V a. C.), el sufrimiento y el mal en general, es un misterio que no puede racionalizarse, ni domesticarse, ni explicarse por una doctrina simplista como la doctrina de la retribución de Dios a buenos y malos. Para Quohelet (el predicador), autor del libro sapiencial “Eclesiastés” (s. III a.C.), el sufrimiento forma parte de la existencia humana, en la que todo es “hebel”, todo es un sinsentido. No existe ninguna explicación convincente para el sufrimiento. ¡Los sufrimientos y sus pretendidos remedios son “hebel”: son “vanidad”, son ilusión, son mentira!
La antigüedad que conocía el dilema de Epicuro (s. IV-III a.C.) -el falso Dios, que o no quiere o no puede evitar el mal- no pudo ver el “prejuicio” fundamental del dilema, al dar por supuestas tanto la posibilidad mítica de un mundo paradisíaco sin mal -un imposible círculo cuadrado-, como las continuas intervenciones divinas o demoníacas; es decir ignorando la radical finitud de nuestro mundo.
Pero, llegada la Modernidad y, descubierta “la autonomía” de aquel, con todas sus lógicas consecuencias, la perplejidad en algunos grandes pensadores fue grande. El sabio escritor y ateo alemán Georg Büchner (1813-1837) llegó a decir que el sufrimiento “es la roca del ateísmo”, pero otro sabio creyente, Alfred North Whitehead (1861-1947) le corregirá, pocos decenios después, al escribir que el sufrimiento es “la roca del problema”, pero no del ateísmo. Y es que buena parte del ateísmo moderno y actual sigue suponiendo un mundo mítico sin mal, y, paradójicamente, niega a Dios porque no interviene en tantos casos de sufrimiento anulando las leyes físicas, químicas y biológicas, o anulando la libertad humana, tantas veces autora de los sufrimientos más atroces.
Tres de los mayores genios de la humanidad, Leibniz, Kant y Hegel, intentaron en su tiempo esclarecer el estado de la cuestión. Según Leibniz, el mundo actual, fundamentado en Dios, es el mejor de los posibles, porque la libertad creadora del hombre ocupa el centro del escenario, lo que presupone la bondad y la providencia divinas. Siguiendo parcialmente a Leibniz, para Kant la libertad consiste en poder seguir la ley moral y reconocer al otro como un ser libre, fin en sí mismo. Hegel vincula también el destino infinito del hombre a su contingencia, a la finitud de su ser, y presenta el poder de Dios en el Espíritu como un mundo con sentido, como libertad conectada con la capacidad de amor solidario y con la encarnación siempre actual de Jesús en la vida compartida.
Desde entonces, y especialmente desde el Holocausto judío, nuevas teologías se han sucedido bien negando la omnipotencia o la bondad de Dios, o, al menos, modificándolas, bien negando la comprensibilidad de la cuestión.
El teólogo gallego Andrés Torres Queiruga, a quien dediqué otro artículo similar en estas páginas, ha remarcado más que nadie las nefastas consecuencias de ese “prejuicio” secular en unos y en otros, y ha subrayado la facticidad absoluta del mal como posibilidad inherente a la finitud. No se le puede preguntar, insiste, a la religión por qué Dios no elimina el mal -lo que sería eliminar el mundo-, sino cómo lo enfrenta y lo combate. Y para eso muestra la inmensa y singular historia de la salvación.
Porque el gran rostro del mal es el sufrimiento injusto, es necesario “grabar en las conciencias y en la cultura el rostro verdadero de Dios: siempre a nuestro lado contra el sufrimiento (…), eliminando las fantasmas blasfemos de un “dios” que determina la muerte, manda o permite la enfermedad (…), o incluso las catástrofes o los genocidios: ¡no sólo los ateos han preguntado dónde estaba Dios en Ausschwitz y por qué ha callado o consentido!”.
Víctor Manuel Arbeloa es escritor