"Que el mejor discurso que se haya escuchado últimamente en las Cortes fuera para negarse a dimitir por un caso de corrupción dice mucho"
Sobre la hora de comer, salió José Luis Ábalos a dar la rueda de prensa en el Congreso de los Diputados para decir que se quedaba en el Grupo Mixto –¡pero mixto!-, y dijo que había venido en su coche. “No tengo secretaria. No tengo a nadie detrás, ni al lado. Vengo a enfrentarme solo a todo el poder político”, anunció casi citando a un toro invisible que le olisqueaba las femorales. Con ese temple que solo se aprende en una plaza, casi haciendo la luna de sí mismo, desnudo entre las encinas de color de mercurio de Moncloa habló Ábalos en el Congreso y eran las cinco y punto de la tarde en todos los malditos relojes del sanchismo. El gesto de desplante, casi de desmayo, tuvo algo de épico, de irse al pitón contrario en un romance de valentía con letra de Quintero, León y Quiroga: “Aquí no hay plaza ni nombre / ni traje tabaco y oro. / Aquí hay un niño muy hombre / que está delante de un toro”. Con la boca seca, José Luis se vistió el chispeante y se comportó tan mal tan bien, o viceversa, que lo jaleábamos con ‘oles’ como si estuviéramos celebrando una civilización equivocada. Que el mejor discurso que se haya escuchado últimamente en las Cortes fuera para negarse a dimitir por asumir la responsabilidad política de un caso de presunta corrupción dice mucho de dónde están las Cortes y de dónde quedan los códigos de honor de la política. Porque estando manifiestamente errado, Ábalos hizo un discurso comprensible acerca de lo verdadero que quedará para la historia. Porque en esa fiesta del pathos había verdad, una verdad oscura, dolorosa y chusca pero verdad, al fin y al cabo, y era que Sánchez iba a sacrificar a uno de los suyos que no estaba imputado para seguir en el poder y poder amninistiar a delincuentes confesos que gritaban que lo volverían a hacer. A José Luis no le sonaban los cascabeles de las mulillas, sino las sirenas que avisaban del comienzo del Pleno -turí-turí- como la alarma de la central nuclear desbocada. Entonces, cuando ya todo se había ido al carajo y nada importaba ya, cuando todo estaba a punto de saltar por los aires, como cuando arrancando el paseíllo algún torero esboza una mueca y saludando a los compañeros desea: “Cornás pa tós”.