"Lo dijo Álvaro García Ortiz. Hay tres cosas a las que un hombre no debería renunciar jamás: un buen sombrero, un buen paraguas y un buen fiscal general del Estado"
Se ha venido el invierno, ahora sí, con crueldad y en diferido. Debíamos andar soñando con las flores del camino y los abonos de Pamplona y vivimos en una inclemencia del Estado de Derecho.
Hubo un momento en que exaltábamos lo excepcional y hacíamos risas. Después, cogimos un cabreo y, ahora, transitamos por este aguacero y ya no evitamos los charcos porque tenemos los bajos de los pantalones de la democracia como un bebedero de patos y eso, ahora, no importa.
Lo dijo Álvaro García Ortiz. Hay tres cosas a las que un hombre no debería renunciar jamás: un buen sombrero, un buen paraguas y un buen fiscal general del Estado. Un buen paraguas tiene un porte que no tiene ni un castillo en los Cotswolds y dota a la persona de una manera de estar en el mundo, como si esa derechura y esa fiabilidad y el sacrosanto tacto de la madera le entraran a uno por la mano.
Un paraguas, unos buenos zapatos, un sombrero Moser o una buena boina con Goretex y un taxi en este Madrid lluvioso, o acaso el paraguas colgado del cuello de la chaqueta por detrás subiendo al Txindoki.
Ahora nadie compra paraguas, y llevan esas cazadoras con no sé qué efecto perlante y en el Tribunal Supremo cantan más que en el tendido de Sol. Ha comparecido como imputado el Fiscal General del Estado, que llega con ese aire que a mí me resulta encantador de vocalista de los Pecos con rizo en el flequillo y acorde como de enamorar, copas en casa, “Álvaro, cántate algo” y una guitarra bajo la toga con acorde en Re menor. Podría llamarse Alvarete.
Este país es un guitarreo y el fiscal, uno de esos bizcochables de los que nunca me llegué a fiar. Hay más honor en un Ábalos - ese piti fumado en la puerta de hospital, el humo de las sobremesas a destiempo y la barba como de haberse afeitado en el lavabo del aeropuerto a la vuelta de una farra-, que en todos los tipos bonancibles que venían a salvarnos la democracia, y mira.
El otro día, hablando del asunto con una compañera bienintencionada de izquierdas, comentó de su señoría: “Álvaro, con lo majo que es”. Esos, pensé, son los peores.