La vida de un hombre puro y noble, más que ninguna otra cosa, es lo que cuenta y produce efectos. Así la vida de Jesús, la de Sócrates o la de Buda, que todavía irradian y nunca terminan de contarse. También la de aquel Francesco, el de Asís, tras la que va Vicente Valero en su libro El tiempo de los lirios que acaban de premiar los libreros navarros con gran tino, escapando del aluvión de novedades que en realidad son más de lo mismo. Se trata de un libro literario, un viaje por la Umbría, en Italia, que encontré justo al volver yo también de allí, como si me estuviera esperando.
Hay muchas cosas memorables en este libro, que transita por pueblos medievales y habla de vinos y de paisajes, y sobre todo sigue a los muchos autores que han hablado de Francisco, desde Goethe a Pasolini, o Dario Fo, que le llevó al teatro como el Juglar de Dios, y a su huella en el arte, desde que Giotto nos contó su vida en la luminosas viñetas de los muros de Asís. Pero lo que ahora me viene a la memoria es una visita que cuenta a Montefalco, donde les guía un joven monje que es hijo de un amigo quien, como señala Valero, “perdió la fe, como la mayoría de nosotros, en su juventud y volvió a recuperarla gracias a su hijo”. Así, recibió la fe de sus padres y luego la recibió de su hijo. Es, en cierto modo, hijo de su hijo, algo que no deja de ser común a cualquier padre cuando comprueba, por ejemplo, que a quien cuidamos ya no nos necesita, ha volado por su cuenta y que pronto será, con suerte, quien cuide de nosotros.
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Que nuestro destino es ser hijo de nuestro hijo. Valero viaja por una Italia que conserva la huella de Francesco, un hombre, escribe, llevado por una embriaguez espiritual, un santo a medio camino entre la sabiduría y la chifladura, que habla con los pájaros y se toma el evangelio al pie de la letra. El heraldo de lo que en aquellos tiempos se llamaba “El tiempo de los lirios”, un tiempo nuevo que conocerá la paz y la fraternidad entre los hombres, algo inalcanzable y que, a la vez, no podemos renunciar a perseguir.